Prólogo
(Efrén Mesa Montaña, Poemas de amor y guerra, Ediciones Antropos, Bogotá, 2007)
El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que hasta finge que es dolor
el dolor que en verdad siente.
Fernando Pessoa
Uno
Hace ya algunos años —si no estoy mal fue en diciembre de 1990— que tuve el placer de conocer de viva voz a este joven poeta. Me encontraba en Aquitania, en ocasión del Primer Festival de Cultura Popular de la Cuenca del Lago de Tota, y durante una de las sesiones le pude oír leer a la multitud uno de sus poemas. No sé si en ese momento fue la gravedad de su voz o el silencio y la soledad implacable que transmitía cada una de sus palabras lo que realmente me conmovió. Al terminar no hubo aplausos, y tuve la sensación de que apenas unos cuantos le habían escuchado. Aun cuando esto hubiera sido así, estoy fervorosamente convencido de que la intensidad y la pasión con que aquellas palabras se desenredaban, surtieron tan extraño efecto en la multitud que, sin ninguna duda, dejaron al auditorio devanándose en su propia incertidumbre.
Más tarde, en la emisora local, que dirigía Antonio Hernández, acompañado en la guitarra por el maestro Gilberto Santos, pudimos escuchar nuevamente la lectura de sus poemas; algunos de ellos fueron grabados en la cinta de un enorme magnetófono.
Con todo —debo decirlo, aun cuando parezca fuera de lugar—, había ya conocido su poesía. Tres o cuatro años atrás, por medio de mi amigo, Rito Vanegas, me había hecho llegar en un sobre algunos de ellos, pues tenía el deseo de que le diera mi opinión. Sin embargo, aunque los había leído y tratado de armar un punto de vista —aquél de alguien no especializado en el tema, además de que me parecía arrogante e irrespetuoso opinar sobre algo que, aun cuando dispusiera de cierta noción teórica entorno a la poesía y la literatura, advertía que ofrecer un juicio entorno a ello, no sólo era irrelevante, sino ajeno: la poesía no era para someter a la crítica ni al raciocinio, sino para experimentarla en la palabra y en la acción que motivara sus emociones—, no volvimos a hablar del tema y, podría decirse, a insinuarlo aun siquiera en las pocas oportunidades en que nos encontramos posteriormente.
Aun así, hacia 1988, cuando en una charla, Silverio Gutiérrez, gran benefactor de la cultura local, frente a la ausencia de eventos que coadyuvaran el rescate de la memoria colectiva del pueblo, consideró que éste se hallaba en un estado de “postración cultural”, y para sacarlo de aquella modorra, entre otras actividades, propuso la idea de editar un periódico, a la primera persona que tuvimos en cuenta fue a nuestro joven poeta. En efecto, hacia finales de ese año, en la última página de la publicación, ilustrado por una hermosa fotografía de una cascada en el páramo de Daitó, apareció uno de sus poemas[1]. Personalmente le envié un ejemplar, y desde entonces, hasta dos años después, volvimos a tener noticia de él. Fue a principios de 1990, cuando le hice saber, mediante los buenos oficios de mi amigo Rito Vanegas, que utilizaría unas líneas de uno de sus poemas como epígrafe a uno de mis cuentos, cuya compilación fue publicada en un libro que se lanzó casualmente durante el festival[2].
Pasaron tres o cuatro años, y en uno de esos viajes que momentáneamente la nostalgia obliga, lo encontré nuevamente caminando por las calles del pueblo. No había ninguna prisa, y pudimos hablar, al comienzo con ese inusitado recelo que se impone en nuestra cultura como obligado protocolo, y más tarde con esa confianza de amigos que se han conocido toda la vida. Así era, pues nuestras diferencias de origen, de experiencia en este hermoso y crudo país, de todas las vivencias insobornables que a esta altura del tiempo dos personas con edades gemelas pueden tener, no encontraban ningún punto en el que pudieran contradecirse. Se podía hablar de poesía, de literatura, de la vida cotidiana misma abigarrada por todas las desazones del mundo, lo que necesariamente conducía a la política, y se continuaba sobre los temas cuyos cabos habían quedado sueltos, sin que de ningún lado surgieran escollos que pusieran fin a la charla.
Hacia la tarde, pronto a despedirnos, me comentó que había estado pensando en realizar una edición de los poemas que consideraba, de alguna manera, sufridos, no precisamente porque los considerara mejores, sino porque se hallaban ligados a experiencias de honda significación para él. Había ya realizado la selección de aquéllos que conformarían el libro o lo que él avizoraba como tal, me dijo, y esperaba que yo la conociera para que, esta vez sí, le diera mi opinión. Así, acordamos que me haría llegar el manuscrito en los días siguientes. En efecto, una semana después, por medio de mi amigo Rito Vanegas, tuve en mis manos el voluminoso legajo, escrito a lápiz y en octavos de amarillento papel periódico; venía acompañado, además, de una nota biográfica, resultado de la misma discusión que habíamos sostenido, pues nos parecía que, en caso de que los poemas encontraran editor, de alguna manera era conveniente que el autor, aparte de las iniciales del seudónimo, tuviese algún punto de referencia, pues nos era evidente que no había libros huérfanos o de autores anónimos, aun cuando éstos de soslayo los reconocieran. Por lo demás, en un sobre aparte, venían unas notas mecanografiadas, que el autor de esta presentación empleó posteriormente como prólogo a uno de sus libros[3], con una ligera recomendación escrita a lápiz en la margen superior: “Estas notas las escribo a principios de octubre de 1994, pero usted puede cambiar la fecha; es decir, poner aquella que esté cerca de la publicación del libro, como es sin duda lo adecuado”. Así se hizo.
Debo añadir, sin embargo, que el aparte “postura religiosa” de la nota biográfica, remitía con un asterisco a otra hoja anexa, en la cual un poema, que no incluimos allí por su extensión[4], parecía aclarar lo que efectivamente podría considerarse como la postura religiosa del autor; es decir, un marcado anticlericalismo, por qué no decirlo, crítico. No es precisamente un ataque a las religiones como instrumentos de alienación y dominación, sino de un implacable cuestionamiento a quienes las detentan como tales y a los crueles métodos empleados para tal fin a lo largo de la historia. En otras palabras, se advierte, en el fondo, una defensa del cristianismo en sus inicios, que pareciera responder a la pregunta de Bertrand Russell[5], que confirma el punto de vista de Eduardo Galeano[6] y manifiesta la postura de José Saramago: que la condición de no creyente no demerita la valoración de los principios cristianos[7], más todavía cuando se ha nacido en una familia donde estos preceptos son fundamentales, sino que, al contrario, permite una valoración práctica de tales principios. En otras palabras, nos alejamos del discurso para llevar a la experiencia los postulados del galileo, allí donde efectivamente éstos sí tienen sentido.
Así, pues, para ser justo, prudente, respetuoso de la dignidad de los demás, solidario; es decir, para poner en práctica los valores del rebelde de Galilea, no es necesario hacer parte de un culto, sino llevar a efecto la experiencia en la afirmación de los demás como personas, en la medida en que se los reconoce como semejantes, como iguales; es decir, se trata de una posición de alteridad, de reconocimiento y respeto por el otro. Por lo demás, en la defensa que realiza el autor pone de manifiesto no ya precisamente el concepto judeocristiano de Dios, sino, de alguna manera, al referirse a las religiones indígenas americanas, particularmente de las comunidades muisca que habitaban la cuenca del lago de Tota antes de la invasión española, un concepto de alguna manera panteísta —tanto el de Giordano Bruno como el de Baruch de Spinoza—: que Dios está presente en el todo[8], es la Naturaleza[9], y todo cuanto se haga contra ella, se hace contra el hombre[10].
El poema —con unos versículos del libro de Job, como epígrafe—, en todo caso, es un duro cuestionamiento de lo que ha sido la religión de Colón y su legado a lo largo de la historia en América y la misma España. El autor, como se ha dicho, no la muestra como una religión de valores prácticos, sino como un instrumento de dominación y alienación:
Qué paradoja: ese dios de amor, de perdón
de compasión, de bondad
es el pregón de pederastas y bandidos
de asesinos y señores de la tierra
de gentes con severos traumas
que ambulan entre inciensos y aureolas y cánticos
señalando con el dedo, buscando pecadores
Y concluye, ajeno a la esperanza, con dramáticas, conmovedoras palabras, desde el interior de la tormenta:
Como la peste en la Edad Media
pavorosa epidemia mantiene en las sombras
desfallecido, ajeno al mundo
a mi pobre país
lejos de la luz
postrado.
El tiempo pasó, de modo inesperado, voraz e implacable, y esta vez, de nuevo, nos jugó una de sus peores pasadas. Algunos poemas, levantados en letras de molde, como si estuviesen listos para imprimir, fueron presentados en algunas casas editoriales, pero, como era de esperarse, ninguna de éstas se interesó. En otras palabras, ocurrió lo contrario: todas mostraron enorme interés por publicarlo, siempre y cuando, claro, la edición fuese financiada por alguien distinto a la misma editorial. Y es que la industria editorial en nuestro país es un excelente negocio, para las imprentas, por supuesto, no para los autores —inmensa mayoría—, que escriben sus libros y los editan ellos mismos[11], “y como son tan expertos en los negocios, se ven precisados a venderlos, casi suplicando, a los pocos amigos que el prestigio de ser escritor no les ha quitado; claro, eso para los AAF, pues los pocos escritores conocidos no lo son tanto por la calidad de su obra, sino por el pregón de la publicidad. De ahí que sus obras se vendan, pero no precisamente para ser leídas, sino para ocupar los espacios que periódicamente van quedando vacíos en muchas bibliotecas, cuando se realizan jornadas de reciclaje; nuestro país tiene mucho que contar al respecto”, decía nuestro poeta, dibujando marcadamente una sonrisa de ironía. “Es obvio, por ende, que en un país como el nuestro, el nivel de lectura sea digno del analfabeto más fiel a su ignorancia: si no leen quienes no sólo tienen el deber sino la obligación, mucho menos quienes hacen parte del obediente rebaño, y más si se trata de poesía”, recalcó.
De manera pues, que, para no ir más allá, la empresa editorial, el deseo de dar a luz aquel mamotreto —como ya nuestro autor lo denominaba— se fue desvaneciendo, y no propiamente porque las condiciones de las editoriales fuesen ésas, sino porque entonces no se podían suplir tales requerimientos. Así, casi al mismo tiempo, nos fuimos distanciando del joven poeta, y poco a poco, la idea que alguna vez se tornó obsesión, de modo inevitable fue desapareciendo hasta que pasó inadvertidamente a un segundo plano. Sólo, eventualmente, salía a relucir aquel viejo proyecto, pero era pospuesto, casi de inmediato, bajo la evasiva de que habría que esperar, en cualquier instante, la mínima oportunidad para darle finalmente una concreción real.
De tal manera, era ése el panorama en que nos hallábamos inmersos, a principios de 1998, cuando falleció nuestro querido amigo, Rito Vanegas. Y es así que —aun cuando pareciera no de manera casual—, a partir de este infortunado evento, perdemos contacto con nuestro joven poeta, pues nuestro querido amigo era incidentalmente la persona que podía establecer el empalme entre éste y quienes, de algún modo, no perdíamos la esperanza de ver publicados sus poemas. Así, pues, desde entonces, todo rastro de gde se desvaneció, y se puede decir que admitíamos su existencia sólo porque éramos consecuentes frente a las aun diluidas presencias de que era capaz de rescatar nuestra memoria, y a los documentos, físicos, garabateados a lápiz, que de alguna manera irradiaban cierta vitalidad: voces, palabras, nombres de lugares y de cosas dibujando imágenes, mostrándolas, haciéndonos conscientes de que efectivamente existían, porque estaban allí y hacíamos parte de ellas.
Durante los años posteriores, estuve dedicado a la tarea de trascripción a medio magnético de la gran mayoría de poemas; es decir, la minuciosa selección de aquellos que conformarían el libro tantas veces planeado[12], y en ello, a su revisión y cuidado. Mientras estaba dedicado a tales labores, una extraña sensación me embargaba. Había leído tantas veces los poemas que, frente a sus originales, un sutil estremecimiento se cernía como una vieja experiencia: aquella de que, al realizar su lectura, no sólo estaba suplantando a alguien, sino que, de algún modo ese alguien estaba allí, sustituyéndome. Era exactamente lo mismo que se percibe cuando realizamos una visita a un lugar por primera vez, y aun así nos parece que en un pasado remoto ya hemos estado allí. Peor aún, muchas veces ocurría que, aun con la evidencia física del manuscrito, me arremetía la pertinaz idea de que todo cuanto estaba aconteciendo no era más que producto de mi imaginación. Ningún artificio de la razón parecía brindar suficiente justificación para considerar que nuestro poeta efectivamente existía, y que mi papel consistía precisamente en hacer que aquella realidad, su existencia, no fuese vedada un instante más y saliera finalmente de las sombras.
La situación se tornó desesperada, y frente a ello consideré que el mejor remedio residía en abandonar durante cierto tiempo aquella tarea. Así ocurrió, en efecto; pero, meses después, cuando quise retomarla, ya no se manifestaba sólo la sospecha de que todo cuanto había pensado respecto a la existencia real de nuestro joven poeta reñía con la razón, sino que ahora, con mayor fuerza, se perfilaba la convicción de que todo estaba tan ajeno a la realidad que no podía ser más que una farsa de la imaginación. Sin embargo, tiempo después, un extraño evento habría de confirmar que mis pesquisas frente al caso no andaban del todo erradas.
A finales de 2003, durante la impostergable visita al pueblo, en una de las más fecundas caminatas que realizamos por los páramos del sur del lago de Tota, uno de nuestros compañeros de andanza no dejó de referirse al tema, a partir de que todavía conservaba un ejemplar del viejo Nemqueteba, donde catorce años atrás se había publicado uno de los poemas de gde. Dijo, además, que por medio de un amigo que estudiaba en una universidad de Tunja, había adquirido una revista, en la que “se valían de buenas palabras” para referirse al poeta, y prometió, con cierto celo, “prestármela” para que no dudara de sus palabras.
En efecto, en la tarde, hacia el regreso, pude tener acceso a la revista, y obtener una copia de aquel artículo. Leí con expectación y cuidado aquellas páginas, donde sin pudor se hacía una dura confrontación entre lo que el autor denominaba “vieja y nueva poesía”; la primera, “digna de ocupar los pedestales, memoria muerta, vertedero de palomas que ofrecen sin recato el homenaje merecido. De aquellos enaltecidos poetas tienen memoria los museos y la podredumbre analfabeta que hoy ocupa los escaños de una sociedad que niega toda posibilidad de verse de frente y cantarse al fin las verdades que en tal verborrea les negaron”[13]. Las nuevas generaciones “están llamadas a limpiar aquellas lacras, ocultas tras la rima y la métrica, desaforado e infame compromiso del arte por el arte”[14], y para corroborar su punto de vista y del papel que advertía las nuevas generaciones debían desempeñar, citaba unos versos que, sin esfuerzo, pude reconocer, además, porque enunciaba las ya conocidas iniciales de nuestro joven poeta:
Amo las nubes, oscuras, apretadas, hechas lluvia
hechas ramalazón y chubasco y tormenta sin tregua
aguacero prehistórico persiguiendo a los incautos
y cerrando caminos y extraviando horizontes
reivindicando al mundo de tanto pisoteo
Agregaba, además, que hoy día, “felizmente la poesía boyacense se sale de las normas, salta las barreras del mediocre tradicionalismo y habla con voz propia, lejos de los altares, las musas y los laureles: toda la parafernalia que la ha subsumido en el mutuo elogio, en la grandeza de barro de sus propios aplausos”[15].
Un mes después, en una librería de viejo —o de segunda, que en nuestro medio afortunadamente abundan—, en Bogotá, me hallé de improviso ante un pequeño y raro libro de apenas unas setenta páginas. Mi curiosidad se detuvo en éste por los fuertes tonos sepias de la portada, sin plastificar, que mostraban un sinuoso camino en cuyo fondo se alzaba una luna grande, que dibujaba, estirando, la sombra de un hombre en el centro. El autor no me pareció de ninguna manera conocido, pero, en cambio, las iniciales del nombre, entre paréntesis, llamaron pronto mi atención, y me apresuré a adquirirlo. Se trataba de una breve compilación de poemas[16], ninguno conocido, aun cuando el tono me parecía familiar. Sin embargo, conociendo como conocía los poemas de nuestro poeta, advertí que uno de éstos —el diecinueve, de los veinticinco que componían el libro—, denotaba una serie de rasgos, que tanto en el tono como en la estructura, parecían similares a uno de los poemas que ya hacían parte de la selección prevista:
Pájaros negros, vuelo oscuro
tumulto de graznidos
sombras deshilachadas, sin luna
se mueven lentas, gráciles
sobre la tierra húmeda y tibia
limpia y dócil, olorosa de lluvia[17]
Se trata, de todos los poemas que componen el libro, del único que, de algún modo podría hacer parte del legajo que en su momento me hizo llegar, pero que posee algunas variaciones de aquél que yo conocía —cuya versión incluimos en este libro—, y es el que sigue:
Hay pájaros negros
y un tumulto de graznidos
y sombras deshilachadas
moviéndose lentas
sobre la tierra húmeda
limpia, olorosa de lluvia
Parecía esto de algún modo desconcertante; tal similitud no podía darse en dos personas distintas. Ello bien podía ser el resultado de una segunda versión o de un plagio. Pero, ¿era posible que nuestro poeta realizara segundas y hasta terceras versiones o que se plagiara a sí mismo? Indudablemente, esto nadie lo iba a responder.
Con todo, aun los infinitos interrogantes que me asediaron, podía recomponer algunas respuestas. Debía tener en cuenta, sin embargo, dos cuestiones que no podría resolver. Primero que todo, había preguntado al librero dónde o cómo había conseguido aquel libro, y no hubo respuesta, porque, según me dijo, los libros se adquirían mediante remate, y difícilmente se podía establecer quiénes habían sido sus antiguos dueños. En segunda instancia, averigüé por la Editorial Xiegua[18], y pese a que parecía localizarse en Bogotá, no hubo nadie que indicara su dirección o si efectivamente existía.
Así y todo, sin embargo, dos cosas parecían encajar: las iniciales del seudónimo y la versión del poema, distinta, pero que contenía los elementos del “original”; es decir, del que yo conocía. Esto último, me ofrecía, aun de manera incipiente, la razón —y el alivio—; es decir, que gde había publicado un librito, del que habíamos llegado a enterarnos los pocos que conocíamos sus versos, años después, nada más que por un simple y llano accidente. Bastaba saber, sin embargo, si todo aquello era verdad o sólo, para evitar nuevas desazones y más contratiempos, me estaba dando yo mismo sustanciales palmaditas de consolación. De eso, por supuesto, había ya decidido que no emplearía en adelante ni un minuto más en devanarme los pensamientos.
Dos
En los años ochenta, me había enterado, por algunos jóvenes amigos, estudiantes del Colegio Ramón Ignacio Avella —quienes se habían valido del poeta para emplear sus poemas—, que su poesía circulaba clandestina, que algunas jovencitas habían sido las destinatarias de sus versos —no sabemos con qué efectos—, quienes los recitaban con la ternura y los sueños de su edad, preguntándose siempre quién sería ese gde, así, con minúsculas y en cursiva, cuyas iniciales aparecían como rúbrica al final de los versos o, por lo menos, qué significaba, no exactamente las letras, sino lo que empezaban a considerar como un epígrafe a sus emociones[19]. Le veía sonreír ante tal comentario, y era una sonrisa que ocultaba o, mejor, disfrazaba un arrume incalculable de nostalgia, de asombro y soledades encontradas. Se podía ver en esa mirada los días grises que eventualmente enlutaban al pueblo, la callada lobreguez que recorría sus calles, las soledades de muerte que en las noches dormían en sus esquinas; pero, así mismo, como una chispa incandescente, se adivinaba un fragor de vientos furibundos, de rebeldía incontrolada, escondida, esperando el instante, en medio de una serenidad imperturbable, de salir, de actuar con toda su fuerza. Y es que un calco de su poesía es el mismo autor en persona. Quien le conozca y lea sus poemas no encontrará ninguna distancia entre él, su pueblo y sus versos.
Hay en ellos una melancolía que habla de silencios, de amores idos o simplemente de esperanza, de esa esperanza que es todavía capaz de devolvernos el recuerdo, el recuerdo, por cierto, que se mantiene vivo, como si en cualquier instante pudiera hacerse presente, materializarse; todo esto enraizado en la pertinaz descripción de un paisaje abrupto, delirante, como aquel que se entreve en los sueños, tal si cada frase, cada evocación, necesariamente tuviera que aferrarse para ser, para sentirse, en la belleza indescriptible y gris de su lago de Tota.
No se percibe en estos versos, de cuya clasificación me aparto, ni un asomo de alegría, sino un afán desenfrenado por dilucidar la desazón que los indujo, que los hace posibles mediante la rigurosa búsqueda de cada palabra, elegida, al fin y al cabo, para que, inmediatamente oídos o leídos, puedan permanecer algunas frases en la memoria o, al menos, su alucinante eco, pero con una identidad propia, pues todos los poemas, aunque distintos, son una variación perpetua sobre el mismo tema, una obsesión que profundamente se ha arraigado con todas sus raíces, pero que cada vez se expande buscando la forma de explicarse, de hallarse a pleno sol en la alocada búsqueda de sí mismo, de salir del laberinto y de reconocerse sin la necesidad de la máscara: “escribimos para ser lo que somos o para ser aquello que no somos. En uno u otro caso, nos buscamos a nosotros mismos. Y si tenemos la suerte de encontrarnos, descubriremos que somos un desconocido”[20].
Y es que cada línea ha sido trabajada con paciencia, como si a cada palabra que se agrega se le imprimiera la responsabilidad de ser escuchada, en voz alta. Ninguno de los poemas podría ser leído sin la tentación de que sus palabras lucharan contra el viento y se percibieran en las inmensidades insondables, bien de quien los lee y oye o simplemente de los silencios que canta, pues, aun cuando cada frase parece exigir una pausa, la cadencia y vibración de sus palabras ofrece aquello que los no expertos desconocemos en teoría, pero que experimentamos sin tanta retórica: es la magia, el sentir con plenitud que estamos vimos y que a la vez no somos más que pasajeros de la vida, en este mundo del cual no somos más que fugaces huéspedes, y es justamente tal certeza lo que admite y confirma la transformación innegable del alma que produce la poesía. Como el mismo autor lo confiesa, refiriéndose a la poesía, como esa disciplina álgida, propia de expertos y académicos: “entiendo bien poco de esta materia, y no es mi debilidad dedicarme a interpretar lo que a mi entendimiento parece obvio”. Esa obviedad no tiene otra base que la experiencia, el conocimiento práctico de las vivencias, ajeno a todo academicismo de vitrina, que interpreta hasta las emociones y que se lucra de lo que desconoce. Nuestro país ofrece una enorme gama de esa serie de expertos.
Con todo, si no se trata del lenguaje, es la descripción portentosa de los ambientes que habitan cada poema donde se genera una especie de irrealidad, de mundo alucinado que pareciera no existir en otro lugar sino en el abismo de los sueños. “La poesía sale a la luz tentándola”, había dicho René Menard[21]. La poesía que se aprende paso a paso entre las cosas y los seres, es aquí no sólo las palabras agolpadas que furiosas muestran desde la visión del hombre el transcurrir de la vida humana, con todas sus alegrías, desazones y angustias, sino que, además, esa realidad que canta se transforma —no exactamente por el lenguaje, el cual no viene a ser otra cosa que su instrumento—, así como en la misma poesía, en un mundo onírico, en un surrealismo ajeno de lo pictórico, pero virtualmente presente en cada una de las líneas que conforman el poema.
En otras palabras, un mundo desconocido que dolorosamente se va abriendo en la medida que nos internamos en el bosque de palabras, en la medida en que tantas locas sensaciones van surgiendo a su contacto, en la medida, pues, en que vamos descubriendo no exactamente un paraíso, sino el infierno que intenta serlo a través de la evocación: la transformación de la realidad desde una de sus orillas.
No se trata, entonces, de esa transformación que se alude desde lo materialmente práctico, sino desde la alucinación, donde lo absurdo se instala en la inteligencia y la rige mediante una lógica desaforadamente cruda. Para no ir más allá, tomo prestadas unas líneas de Baudelaire, que parecen venidas al caso: en estos poemas se advierte un develamiento en el que la “fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta” se hacen presagio. Allí, “la naturaleza que llama inanimada participa de la naturaleza de los seres vivos, y, como ellos, se estremece con un temblor sobrenatural y galvánico”[22]. Y es que, precisamente, ajena a toda manifestación seudo académica[23], en estos poemas hallamos, más que materia para someter a la crítica, el discernimiento de un mundo plenamente desconocido, donde la naturaleza y todo cuanto de ella hace parte —y se entreve particularmente, entre mitos y leyendas, fantasmas y silencios, vientos, lluvias, ventanas sin nadie, luna y agua, el deslumbrante paisaje del lago de Tota— se expresa en un afán de alivio y de insaciable búsqueda de asidero. Ese subterfugio no podría ser otro, ni más ni menos, que el de que ese horizonte de palabras se difunda en la huella de la emoción y la memoria.
Quizá de ese modo, si nos atenemos a tener en cuenta, en particular todo cuanto tiene relación con el agua —que indefectiblemente está presente a lo largo de todos los poemas: hielo, niebla, lluvia, viento, nubes, árboles—, habremos comprendido que, “para el inconsciente, toda combinación de elementos materiales es un matrimonio”, en el que casi siempre “lo femenino es atribuido al agua por la imaginación ingenua y la imaginación poética”[24], pues el agua y su presencia en todo cuanto de ella depende —la vida misma—, no es sólo nacimiento continuo, sino pureza, ira, sueño, esperanza, llanto.
Sin embargo, aun cuando lo anterior de alguna manera parezca un tanto forzado, no está lejos del verdadero propósito del autor: el de mostrarnos desde las sombras, como un hombre alumbrando con fuego escaso las paredes de una caverna, que quiere decir[25], contar algo, ese algo garabateado por una mano que se mueve en las sombras, plasmando signos, palabras, dudas, preguntas, murmullos refundidos, extraviados en el eco, nuevas preguntas…
Así, para no ir más allá, ahondando sin luz en el laberinto, estos poemas de amor y guerra no son precisamente eso, particularmente en lo segundo. En lo primero, si bien la gran mayoría trasciende el tema, no deja de cristalizarse en la remembranza, en la llamada desde el recuerdo y, no vamos a negarlo, en la recordación plasmada de cierto candor, cierta inocencia. Esto no quiere decir, claro, que el manejo del tema, en su forma, les aleje de su principal función como poesía. Al contrario; les da la fuerza y la validez necesarias para que puedan emprender el vuelo sin otra ayuda que la de su propia e intrínseca vitalidad. Sin embargo, estos poemas están más cerca de la segunda parte del libro, ajena al título, el desamor, o son ni más ni menos que su preámbulo.
En todo caso, pese a que sólo hemos reunido del tremendo arsenal de papeles una breve selección, puede considerarse que la estructura del libro que ahora se ofrece, aun, insisto, con la brevedad de su material, parece haberse concebido con esos fines: después de la tempestad viene la calma, pues, la segunda parte, como se ha dicho, corresponde al desamor, y la tercera a lo que el autor optó por llamar de guerra, que en el sentido literal de la palabra se mantiene ajeno, distante, tanto en la experiencia como en la presunción.
En tal caso se advierte, en esta segunda parte, cómo, desde la evocación, el amor se encarga de proporcionar los elementos necesarios para que, aun con todas las desazones e incertidumbres, la existencia sea posible, aun cuando, en el mismo ritmo que se avanza, nos vamos percatando de los cambios. El desamor, entonces, no el cansancio ni el despecho, aparece como una forma más de trasponer la realidad, de mostrar cómo ésta puede ser otra manera de querer, pues, al fin y al cabo, percibimos que, más que dejar de amar, se continúa amando aunque la ruptura sea evidente.
La última parte se encarga, como el título, de la guerra, pero —ya está dicho— ésta no es ella necesariamente; es, ya distante de las fuerzas terrenales del enamoramiento y su consecuente, el enfrentamiento con la realidad, la realidad despojada de toda argucia, desnuda ante la impotencia de quien la describe como dibujada a pincelazos bruscos, como rememorada a gritos sordos, como observada no como testigo sino como parte irrefutable de ella misma.
No se trata, sin embargo, de esa realidad ofrecida desde el escritorio, sino de la palpable experiencia que hierve, que se hace presente en cada sorbo de aire, en cada pensamiento que se desliga del sueño o que surge de sus entrañas, desde sus laberintos... Y ello tiene sentido si advertimos la estructura con la que —podría decirse, de manera inconsciente o deliberada— ha sido concebido el libro: ese extraño tríptico en el que se perfila Dante, no de ida, sino de regreso. Todo esto, borrascas y silencios, nostalgias y presentes, esperanzas e incertidumbres, risas y llantos, parecen brotar llamados por la vida misma, en estos poemas de amor y guerra.
gde
Bogotá, 4 de enero de 2007
[1]. “Es tiempo de cantar”, en, Nemqueteba, # 1, Bogotá, diciembre de 1988, p. 8.
[2]. Ver: “Esta distancia de mulas”, en, Alguien de nosotros, Ediciones Antropos, Bogotá, 1990, pp. 51-57.
[3]. “De la realidad y la literatura”, prólogo a Efrén Mesa Montaña, El llamado de Otoniel, Ediciones Antropos, Bogotá, 1997, pp. 9-19.
[4]. Después de discutir su conveniencia de dejarlo como anexo de la nota, dado que el poema concluye la posición del autor, decidimos, por su extensión, sin más comentarios, insertarlo en el capítulo Del desamor: “Qué paradoja: ese dios de amor, de perdón”.
[5]. Por qué no soy cristiano, Pocket, Edhasa, Barcelona, 1983.
[6]. Memoria del fuego, 3 tomos, Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1995.
[7]. Soy un comunista hormonal, conversaciones con Jorge Halperín, Le Monde Diplomatique “el Dipló”, Editorial Oveja Negra, Bogotá, 2002. Ver, particularmente, los capítulos: “No necesito a Dios” y “Ateo y cristiano”. En torno a ello, Saramago lo dijo de manera más concreta en otra entrevista, aquí en Colombia: “No creo en Dios y no me hace ninguna falta. Por lo menos estoy a salvo de ser intolerante. Los ateos somos las personas más tolerantes del mundo. Un creyente fácilmente pasa a la intolerancia. En ningún momento de la historia, en ningún lugar del planeta, las religiones han servido para que los seres humanos se acerquen unos a otros. Por el contrario, sólo han servido para separar, para quemar, para torturar…”: Entrevista a José Saramago, “Escribo para entender”, en: revista Cambio # 401, 26 de febrero-5 de marzo de 2001, pp. 80-81.
[8]. “Del mismo modo, pues, que en el arte, variando al infinito (si ello fuese posible) las formas, hay siempre una materia que persevera debajo de aquéllas; así como, en un primer momento, la forma de árbol es una forma de tronco; después, de viga; después, de mesa; después, de escaño; después de escabel; después, de caja; después de peine, y así sucesivamente; y con todo, siempre persevera en ser madera; no de otra manera en la naturaleza, aun variando al infinito y sucediéndose las formas las unas a las otras, es siempre una y la misma materia… ¿No veis (acaso) que lo que era semilla se hace hierba, y lo que era hierba se hace espiga; lo que era espiga se hace pan; de pan quilo, de quilo sangre, de sangre semen, de éste embrión, de éste hombre, de éste cadáver, de éste tierra, de ésta piedra u otra cosa, y así sucesivamente, viniendo a constituir todas las formas naturales?... Es menester que haya una misma cosa que por sí misma no es piedra, ni tierra, ni cadáver, ni hombre, ni embrión, ni sangre, ni otra cosa, sino que, luego de ser sangre, se hace embrión, recibiendo el ser del embrión; después de ser embrión, recibe el ser del hombre y se hace hombre…”: Giordano Bruno, De la causa, principio y uno, Buenos Aires, 1941, p. 93, traducción de Ángel Vassallo. En otras palabras, según el panteísmo de Bruno, para explicar los fenómenos naturales no hay que recurrir a la sustancia divina de que habla la religión, sino a la sustancia material, pues el fundamento de todo lo existente era un principio material único, dotado de ilimitada fuerza creadora. Así, Bruno exaltaba la naturaleza, al mundo material, que genera de sí mismo innumerables formas vitales; por ello, aseguraba que la “naturaleza es Dios en las cosas” (Deus in rebus).
[9]. A diferencia de Bruno, el panteísmo de Spinoza es racional; en éste, el Universo es idéntico a Dios, que es a su vez la sustancia “incausada” de todo cuanto compone la realidad: “… una sustancia que fuera de otra naturaleza, no podría tener nada en común con Dios y por tanto tampoco podría quitar ni poner su existencia. Así, pues, como no puede darse fuera de la existencia divina una razón o causa que quite la existencia divina, deberá necesariamente darse, si es que no existe, en su misma naturaleza, lo cual, por este motivo, envolvería una contradicción. Mas afirmar esto del Ente absolutamente infinito y sumamente perfecto es absurdo; luego ni en Dios, ni fuera de Dios se da causa o razón alguna que quite su existencia, y por ende existe Dios necesariamente”: Baruch de Spinoza, Ética, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1977, pp. 15 y ss.
[10]. La misma Iglesia católica ha reconocido que las religiones indígenas americanas veían “en la naturaleza una manifestación de Dios”: Eduardo Galeano, “Quinientos años de soledad”, en: Úselo y tírelo. El mundo del fin del milenio visto desde una ecología latinoamericana, Biblioteca de Ecología, Planeta, Bogotá, 1994, pp. 22-28.
[11]. Son, como dice Umberto Eco, AAF, Autores Autofinanciados. Ver: El péndulo de Foucault, Editorial Lumen, Barcelona, 1989, p. 222 y ss.
[12]. Trescientos diecisiete poemas en total venían en aquel sobre. De éstos —y casi de manera arbitraria— he tomado los que componen esta selección. La he realizado a partir de la consideración de que aquellos elegidos, serían, de algún modo, los mismos que escogiera el autor.
[13]. Felipe Augusto Fernández, “Panorama actual de la poesía boyacense”, en, Tiua. Revista de poesía, # 1, Tunja, diciembre-enero de 1998, pp. 37-42.
[14]. Ibíd., p. 39.
[15]. Ibíd.
[16]. Guillermo Daniel Espinoza (gde), Pájaros negros y otras memorias. Brevísima selección de poemas. Ediciones Xiegua, Bogotá, 1996.
[17]. Ibíd., p. 51.
[18]. Aun cuando el nombre, en lengua chibcha, parecía brindar nuevas pistas de conexión con lo que ya, a tales alturas, no podría ser otra cosa que la realidad misma: xiegua significa lago.
[19]. En una charla posterior con una de las hermanas del poeta, pude enterarme que las iniciales obedecían a las letras preliminares del nombre de uno de los famosos heterónimos que ya para entonces gde había creado. Se trataba del nombre de uno de los héroes que la infancia y los juegos locos de los inicios de la adolescencia, al lado del hoy maestro de música, Diego Guerrero —y del malogrado Wilton Rodríguez—, habían surgido para recrear el mundo de la imaginación de este grupo de jóvenes. Tiempo después supe que, en efecto, en casa del maestro Guerrero, por los tiempos de esta historia, efectivamente, aun en contra de los preceptos de los padres de Diego, en su casa, había este grupo “instalado” un “gimnasio”, donde se recreaban tratando de imitar a sus maestros de las artes marciales, aquellos que habían visto en las películas que semanalmente el famoso “Gitanillo” exhibía en las instalaciones de la que vendría a ser dependencia de la escuela primaria del pueblo, donde el poeta hizo cuarto de primaria, y cuya enseñanza estuvo a cargo de la maestra Yolanda Mesa; esta edificación serviría más adelante para albergar las oficinas de la Defensa Civil de Aquitania. El famoso heterónimo, entonces, provenía del nombre del héroe que el poeta había recreado en una historieta que circuló entre los jóvenes, y que no pudimos localizar.
[20]. Octavio Paz, texto sin referencia, citado por: Basilio Losada, “Pessoa: el hombre en su laberinto”, estudio preliminar a Fernando Pessoa, El banquero anarquista, Ultramar Editores, Madrid, 1983, pp. 7-30
[21]. Citado por Horacio González Trejo, “Para una lectura de Pablo Neruda”, introducción a Pablo Neruda, Selección de poemas, 1925-1952, Círculo de Lectores, Barcelona, 1975, pp. I- XXVI.
[22]. Charles Baudelaire, Edgar Allan Poe: su vida y sus obras, Visor, Madrid, 1988
[23]. Críticos y expertos en dilucidar los modos como los escritores “escriben”, están prestos a advertir las “referencias a los clásicos” o a la maraña de alusiones a éstos que se hallan en sus escritos, aun cuando ello no sirva más que para dificultar y tergiversar el objeto de un texto, cuando efectivamente tales referencias existen. Es lo que sucede en Eduardo Santa, Porfirio Barba-Jacob y su lamento poético, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1991, pp. 93-104. Lejos de ello, en estos poemas, en los que por necesidad el autor introduce dos o tres referencias, encontramos no otra cosa que la materialidad de la naturaleza fundida estrechamente con las percepciones que el autor tiene de ella. Al lado de esto, el autor se vale de una serie de epígrafes como encabezamientos de sus versos, los cuales cumplen a cabalidad el papel de anfitriones: nos abren las puertas a ese mundo extrañamente alucinado, donde el fragor de la naturaleza parece hablar por sí mismo.
[24]. Gastón Bachelard, El agua y los sueños, Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 1993, p. 27 y ss.
[25]. Ver, para el caso, José Luis Rodríguez García, Verdad y escritura, Anthropos, Bogotá, 1994, p. 11 y ss.
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